jueves, 29 de marzo de 2012

Cosas del viajar

 Viajar está muy bien. Le ayuda a uno a tomar distancia con la rutina diaria, le abre la mente y permite conocer nuevos lugares con sus nuevas gentes y paisajes. También tiene sus inconvenientes, y no pequeños: casi siempre hay que arrastrar una maleta que pesa más de lo que debería, se suele echar de menos la almohada propia y la comida termina cansando a partir del segundo día (yo vuelvo siempre deseando comer borraja). Vamos, que el viajar tiene sus pros y sus contras, como todo en la vida.

 Todo esto y algunas otras cosas todavía más insustanciales, pensaba yo hace una semana cuando pasé cuatro días en Barcelona. Buen tiempo, muchos turistas y ni rastro de crisis (me refiero a la económica).

 El rato más divertido que disfruté fue en el barrio del Raval, lo que antes se conocía como barrio chino y que protagonizó, incluso, una memorable canción de Radio Futura. Este barrio tenía antaño una fama regular tirando a mala pero ahora, según la propaganda oficial, no es más que un crisol de culturas y una amalgama de civilizaciones conviviendo en ejemplar armonía.

 Con estos precedentes me adentré por sus callejuelas sin rumbo definido y a las once de la mañana, o sea, que todavía era de día. Y esto es lo que encontré, de más a menos numeroso: drogadictos, putas y policías. En cuanto ví el percal fingí la pose del que no las tiene todas consigo, intente parecer más alto y más fuerte de lo que en realidad soy, con el objeto de intimidar a los posibles intimidadores que por allí anduviesen y, a lo que parece, lo conseguí ya que, excepto las putas, nadie me hizo ni caso.

 Los drogadictos a los que me refiero eran los típicos drogadictos, los de postal, los que todo el mundo identificaría como tales: flacos flacos, sin dientes y con mirada entre triste y perdida. Y las putas, ¡ay, las putas! Me acercaba de frente a un callejón estrecho y de unos cien metros de largo con un ejército de señoritas apostadas a ambos lados y yo, por parecer hombre de mundo y por no dejarme intimidar ante tal cantidad de minifaldas tres tallas menores de lo que el mínimo gusto estético exigiría, decidí seguir adelante.

 Intenté no acelerar el paso, no parecer nervioso y cohibido; llevaba gafas de sol y eso creo que ayudó. El caso es que ante mi sorpresa las profesionales no me dijeron ni una palabra al pasar entre tamaño amontonamiento de carne; me miraban, sonreían con una cierta sorna pero lo que es hablar, solo hablaban entre ellas. Esto me resultó extraño y reconozco que anduve reflexionando sobre el caso durante un buen rato, hasta que al final dí con la clave.

 Había disimulado tan bien y con tanta profesionalidad mi condición de turista en barrio poco recomendable, que me habían confundido con un policía.

 Continuará...

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